lunes, 18 de agosto de 2008

El mejor atleta de la historia no corre los 10.000 en Beijín.



Artículo para el periódico digital: www.soitu.es
Son las 4,30 de la tarde en Addis Abeba. A simple vista, nadie diría que en apenas una hora, la armada etíope tomará los mandos de la pista olímpica de Beijín. Por las calles deambulan como siempre cientos de transeúntes de aquí para allá vendiendo chicles, madera, chándales, mendigando, o caminando deprisa, trajeados, dirigiéndose a una importante cita quién sabe dónde. Se cruzan los burros con los enormes jeep, con los taxis que están a punto de destartalarse, con las cabras, en trayectorias azarosas.

El público comienza a abarrotar la cafetería que hay en los bajos del edificio de Ethiopían Airlines. Los feligreses salen ahora de la Iglesia de Urrael buscando la pantalla gigante de ésta y otras cafeterías modernas que ofrecen conexión vía satélite con China. Lorenzo – mi amigo de la Cruz Roja Internacional – me pregunta por la dirección a seguir. “Pasas Urrael y a la izquierda” – le digo – “por la Avenida Haile Grebrselassie”. No es broma. Una de las avenidas principales de Addis lleva el nombre de este ya mítico corredor, que una hora después estará dando un auténtico ejemplo de humildad, sacrificio y trabajo en equipo. Suena mi móvil y escucho una voz difuminada por el tumulto de fondo: “¿Dónde estáis? ¿Por dónde andáis?” – grita la voz – “, ¡aquí en la plaza Meskel se está liando una gorda: hay una pantalla gigante y van a retransmitir la carrera!”. Cuelgo el teléfono e indico a Lorenzo que vaya hacia Arat Kilo, dirección norte, porque esta vez no vamos a la plaza Meskel sino a la casa de Wami Biratu, el mejor corredor de todos los tiempos.

En la casa de Wami hace tiempo que nos están esperando. Wami ha congregado en el salón a unos amigos jóvenes que organizan la carrera anual que lleva su nombre, a su hijo Jagenma y a uno de sus nietos. El salón parece más grande y lujoso que la última vez que fui; junto a la cocina ha aparecido de la nada una enorme alacena rellena de platos y bandejas plateadas. En la televisión del salón se suceden las series previas de clasificación de los 1500 metros, sin volumen, aunque podemos escuchar al comentarista inglés en otra televisión que Wami tiene en su cuarto. Jagenma saca unas Caca-Colas y nos sentamos bromeando, pendientes ya del televisor.

Wami viste la sudadera oficial del equipo olímpico de Etiopía, combinada con unos pantalones de pijama. Cuando en las olimpiadas de Roma (1960) le preguntaron a Abebe Bikila que cuántas carreras había ganado en su vida, tras haber conseguido el oro en maratón, el mítico corredor etíope respondió: “sólo una antes que ésta. En Etiopía hay un corredor que siempre me gana: Wami Biratu”. Bikila decía la verdad a medias. En contra de lo que muestran muchas de las páginas web donde se puede consultar esta historia, Bikila solamente superó a Wami en una ocasión; la segunda carrera etíope de calificación para los Juegos Olímpicos de Roma, en 1960 y no en 1956. Como Wami ya estaba clasificado para los 10000 metros y sólo podía participar un corredor por categoría, a mitad de esta segunda carrera se escondió detrás de un árbol y esperó a que Abebe Bikila apareciese, pactando ambos que Abebe ganaría esta vez, y así los dos amigos podrían ir juntos a las Olimpiadas. Abebe Bikila fue a las Olimpiadas y labró una leyenda. Una semana antes de acudir a Roma, Wami –que por aquel entonces tenía ya 45 años – contrajo el buyunyi, una enfermedad infecciosa que llena las ingles de fístulas y que le apartó para siempre de la posibilidad de ser olímpico. Fue ésta la verdadera razón y no – como puede leerse en otras páginas web – que Wami Biratu se rompiera un tobillo jugando al fútbol. La mala suerte acompañó a Wami toda su vida en lo relativo a su participación en carreras internacionales. Antes de acudir a Melbourne (1956), Wami pidió un permiso especial del ejército para poder visitar a su mujer y a sus hijos. Cuando se le denegó el permiso y fue enviado a Asmara –1500 kilómetros de Addis Abeba – Wami desertó del ejército y así se esfumaron sus posibilidades de acudir a Melbourne.

Si bien la mala suerte en las carreras internacionales le acompañó toda su vida, el destino iba a compensarle habiéndole regalado, por ahora, 94 años. Wami me pregunta por las medallas que hemos obtenido en estas Olimpiadas, “¿alguna en el atletismo?”. “No, en tenis, Wami, en tenis: Rafael Nadal”. La armada etíope arranca en la pista de Beijín. Dejamos las Coca-Colas sobre la mesa y nos concentramos en la carrera y aplaudimos de emoción. El eritreo Tadesse comienza imponiendo un ritmo infernal, suficiente para superar el record olímpico. Haile Gebrselassie, Sihine Shilesi y Kenenisa Bekele resisten a la perfección, formando los tres una flecha de lanza; un muro para los keniatas. Wami, sin aparentar nerviosismo, pregunta a su hijo cómo va la carrera. Sus ojos de 94 años apenas distinguen cuatro manchas de color en el televisor. Ahora Haile toma la delantera y aprieta el ritmo más y más. A sabiendas de que el final va a ser complicado para él, Haile Gerbreselassie, el dos veces campeón Olímpico, se sacrifica por su amigo Kenenisa y echa el resto a falta de dos vueltas. Suena la campana. Kenenisa aprieta el botón del turbo y los últimos 300 metros pasan volando. Shilesi sigue tímidamente a su capitán. Los keniatas son testigos de cómo la locomotora Bekele se aleja más y más. En la meta son casi 40 metros lo que les separa del etíope. Oro y récord olímpico: Kenenisa Bekele (Etiopía). Plata: Sihine Shilesi (Etiopía). Nadie se acuerda del bronce. Haile Gebreselassie, quinto, sonríe satisfecho.

Wami Biratu también está satisfecho y brindamos con champán y vasos de plástico. Entonces Wami se emociona y habla de Orni Niskanen, aquel entrenador sueco que el Emperador Haile Selassie contrata en 1956 para formar y entrenar al equipo olímpico con métodos modernos. “¡Orni! Él lo empezó todo. El gran Orni… quizá haya visto la carrera desde los jardines del más allá.” En un momento de vaivén temporal, de desorientación, Wami Biratu nos pregunta si por casualidad somos suecos. “Somos de España, Wami, al fin y al cabo, de Europa”. Wami nos besa a todos en la frente. Los anuncios de la televisión etíope interrumpen la retransmisión olímpica. Se trata de un anuncio de camas. Una señora brinca y salta sobre su cama sin parar hasta que se transforma en un canguro. Otro canguro aparece en la cama y ambos siguen saltando. El anunciante muestra finalmente un logotipo cutre.

martes, 12 de agosto de 2008

De un extraño reencuentro y la aldea de Bekoji.






(Fotos: 1. Cartel de Menged. 2. Afueras de Bekoji. 3. Sintayu Eshetu. 4. Niños de Bekoji. 5. Cerca de Asela.)

Entre todos los cineastas etíopes, quizá Daniel Taye Workou sea el de mayor proyección internacional, a excepción de uno de los fundadores con mayúsculas de la filmografía etíope: Haile Gerima, que vive en Washington.

Con su cortometraje titulado Menged, Daniel ha participado en multitud de festivales a lo largo y ancho del mundo, ganando, entre otros, el premio al mejor cortometraje en el Festival de Cine de Berlín (Berlinale) o el Festival Panafricano de Ouagadougou en Malí (FESPACO), el más importante de toda África.

María y yo conocimos a Daniel a finales de abril del 2007, durante el Festival de Cine Africano de Tarifa, donde Menged obtuvo una mención especial. Daniel fue también el responsable de grabar con mi cámara de video más de 20 minutos de sombras, entre las que se intuye algunas personas bailoteando, haciendo el moñas y apurando birras en el interior de una discoteca a las 3 AM. Lo pasamos bien; Daniel es un tipo tranquilo, gafotas, muy alto y amable. Después de Festival hablé un par de veces con él para ver si producíamos un documental sobre el atletismo etíope. Tras algunos intentos que hicimos Iván, la productora Kodiak y yo, el proyecto quedó en agua de borrajas y Daniel se volatilizó en los Campos Elíseos de París, donde sobrevivía haciendo videos musicales.

Digo esto porque un extraño acontecimiento va a suceder al día siguiente de nuestra visita a Wami Biratu. El caso es que Teferi me cita para enseñarme el Estadio Nacional que está cerca de la plaza Meskel y cuando estoy regresando a casa por Bole Road se me ocurre que lo mejor sería comprarme un abrelatas en el Novis Supermaket. Así que entro, compro el abrelatas y, tras pagarlo en la caja, me detengo en la puerta del Novis tratando de averiguar cómo funciona el sofisticado aparato. Supongo que ya me han timado otra vez. El caso es que un gigantón pasa por delante de mí, encorvado y con unas gafas de pasta al estilo de Spike Lee.

- Whatafuk are you doing here, Miguel!????
- Pues… comprando un abrelatas… man! – es lo único que se le ocurre a mi pobre cerebro al toparme de repente con el mismísimo Daniel Taye Workou.

Así que, tras un año y medio y fruto de un encuentro fortuito en el Novis Supermarket, Daniel y yo recuperamos la ilusión por hacer un documental sobre el atletismo etíope. Daniel no duda de que esta vez voy más en serio. No es común encontrarse a tus colegas europeos en el Novis Supermarket de Addis Abeba peleándose con un abrelatas.

Después de este inesperado encuentro y de cenar en casa de Daniel con su encantadora mujer – acaban de tener una niña – he decidido que lo mejor sería realizar una primera visita a la aldea de Bekoji, en la provincia de Arsi. Como dice Nacho Docavo en su libro, Bekoji es una pequeña aldea de las Tierras Altas de Oromía (de la etnia oromo), lugar de nacimiento y de crecimiento de los mejores atletas del mundo: los hermanos Bekele, las hermanas Dibaba o Fatuma Roba, entre otros campeones. Esta pequeña aldea incrustada en los montes y rodeada de riachuelos y verdísimas tierras fértiles sembradas de tej ostenta el récord de ser la población con más medallas olímpicas y campeonatos del mundo por habitante.

Al llegar a Asela reservamos unas habitaciones en el Hotel Ras, dejamos allí un par de mochilas y nos adentramos con el Land Cruiser en la carretera que finaliza en Dodola, pasando por Bekoji. 56 kilómetros separan Asela de Bekoji por un camino de barro serpenteante. Dos horas y media de ida y lo mismo de vuelta. En el kilómetro 40, la carretera ha desaparecido bajo un torrente de agua. No importa: ahí están los chinos para resolver el problema. Chicker alle! (No problem). Los chinos aparecen de la nada con un Bulldozer y en cuestión de diez minutos han vuelto a construir la carretera. Seguimos adelante, nos topamos con transeúntes que vuelven del mercado y entramos por fin a Bekoji. Está atardeciendo y llueve. Una marabunta de niños se apelotona alrededor del coche. Preguntamos por Sintayu Eshetu, el entrenador de Bekoji, el descubridor de talentos números uno en Etiopía. Sintayu aparece. Tenemos veinte minutos para comer. “Sintayu, no seas tímido, siéntate con nosotros”. “Sintayu, ¿cuantos niños entrenan en la escuela de atletismo de Bekoji?”. “Sintayu, ¿una Coca- Cola?”. “Sintayu, enséñanos la pista de atletismo”. “Sintayu, eres el mejor, ¿alguno de los atletas famosos viene a visitarte?”. “Sintayu, ¿aún no te han llamado para que entrenes al equipo nacional?” “Sintayu, se hace de noche, tenemos que irnos”.

En menos de lo que canta un gallo nuestro Land Cruiser vuelve a retomar el camino de barro hacia Asela. Granjas, eucaliptos, acacias, pequeñas casitas redondas de adobe, niños con sus rebaños de cabras, algún ciclista, carromatos tirados por burros. El cielo encapotado y las nubes que bajan allí al fondo hasta los sembrados. Le he prometido a Sintayu que volveré en septiembre.

martes, 5 de agosto de 2008

Su excelencia Wami.






(Fotos: 1. Wami Biratu. 2. Wami con Teferi Debebe (Ethiopian National Radio) y con su hijo Jagenma. 3. Wami y yo. 4. Comprando un chándal para Wami.)

La tarde va cayendo sobre la casa de Wami Biratu. El salón ha quedado envuelto en la penumbra y apenas alcanzo a ver ya las fotos en blanco y negro que empapelan las paredes y que hablan de carreras, condecoraciones y anécdotas de los años 50. Wami con el Emperador Haile Selassie I. Wami con Abebe Bikila. Wami bajando de un avión de hélices de la fuerza aérea. Wami con sus once hijos. Wami con su mujer en la década de los sesenta. Wami… Alguien alza la voz y pregunta en inglés: “¿Cómo empezaste a correr?”. Como Wami no habla inglés, su hijo Jagenma se acerca a su oído y grita unas palabras en amárico; supongo que éstas:
- ¡Papá! ¡Papáaaaaaaaaaaa! ¿Cómo empezaste a correr?
- ¿Qué?
- ¡¡Que cómo empezaste a correr!
- ¿A correr? – Repite Wami acercando más su oído a la boca de su hijo Jagenma.
- ¡Sí, a correr!

Wami levanta el dedo índice al estilo de Fidel Castro y un torrente energético y nítido de voz sale de su garganta: “Mi madre trajo unos huevos envueltos en un papel de periódico. Muy pocas veces había visto las páginas de un periódico, pero ahí estaba, impresa en la página, la foto del primer atleta que veía en toda mi vida. Mi madre me dijo que esa foto era la de un atleta y que los atletas iban a los Juegos Olímpicos y que ganaban medallas. Entonces pensé: si puedo correr entre los caballos y las liebres, ¿por qué no voy a poder correr entre las personas?” Wami hace una pausa larga para dotar a su discurso de un efecto impactante y se acerca más al micrófono de Teferi, mi amigo de la Radio Nacional Etíope: “A partir de ese día empecé a ganar carreras y seguiré corriendo hasta el día de mi muerte”.

Wami Biratu, 94 años. Nadie duda de sus capacidades intactas para correr; la muerte es demasiado lenta para alcanzar a este gigantón infatigable. Jagmenna levanta el pantalón de chándal de su padre y nos muestra su pierna derecha envuelta en puro músculo: “mirad qué músculo; 94 años y este músculo”. Wami se apresura a bajarse el pantalón y se enfada con su hijo: “¿Te cree que soy una res, imbécil?”. Alguien vuelve a lanzar otra pregunta: “Wami, ¿cuál es tu corredor favorito? ¿Kenenisa? ¿Tirunesh? ¿Haile?”. Wami esboza una sonrisa y pierde su mirada en el fondo de su minúscula cocina: “el mejor corredor de todos los tiempos soy yo”. Wami atiende pacientemente a nuestra sesión de fotos en su modesto salón. Wami se pone sus medallas para salir en nuestra sesión de fotos. Wami nos abraza y nos dice que la próxima vez le traigamos miel. Su hijo dobla el chándal que el hemos regalado y nos agradece la visita.

Por la mañana había ido a comprar un chándal para Wami Biratu. En la tienda se habían sorprendido de que Wami Biratu siguiera vivo pero, cuando les dije que el chándal era para él, trataron por todos los medios de que el logotipo de la tienda apareciera de algún modo en la foto. No vaya a ser que un día Wami vuelva a ser el rey. Después le he dicho al taxista: “Esta tarde voy a ver a Wami Biratu”. Y él ha clavado sus ojos en mis palabras como si estuviese contemplando de pronto su viva infancia: “¡Sabieri mesgen! (¡Alabado sea Dios!) ¿Ese hombre aún sigue vivo?”

Como dice mi buen amigo Nacho Docavo; subes una enorme cuesta que transcurre paralela a la embajada de Francia. Llegas a un cruce del que nacen tres carreteras. Coges la del centro. Vas encontrándote con transeúntes que deambulan de aquí para allá, que traen leña de la montaña. Todos dicen lo mismo: “¿Wami Biratu? Sigue recto, sigue recto, farenyi!”. “Más, más arriba”. “Más, más allá”. En la cima de su particular Monte Olimpo vive Wami Biratu, en una casa blanca y modesta que tiene un taxi abandonado en el jardín. Los 120 birr que recibe de pensión estatal (10 euros al mes) hacen que Wami dependa de la caridad y del cuidado de sus hijos.

Wami Biratu es el hombre que jamás pudo ir a las olimpiadas. El corredor gafado para las carreras internacionales. El negativo nunca revelado del mítico Abebe Bikila. El día siguiente a mi visita, Asfaw – el taxista con el que suelo recorrer las calles de Addis – me pregunta con una curiosidad infantil y con un tono de voz reverencial: “¿Fuiste ayer a ver a Wami Biratu?”. ¿Bromeas? Pues claro que fui. Wami Biratu es el mejor corredor de todos los tiempos. A ver si os enteráis de una maldita vez. Mientras Abebe Bikila ya se jubiló de este mundo, Wami sigue en la cima de su monte comiendo miel y a veces baja a la ciudad para patearse los siete kilómetros de la carrera que lleva su nombre. Porque, como él mismo dice: “Cuando yo ya había alcanzado la meta y saboreaba mi victoria, Abebe estaba aún a cinco kilómetros, peleándose con el barro.”