lunes, 22 de septiembre de 2008

(Bekoji) La chica que corría con el vestido.




(Fotos: 1. Futuros personajes de nuestra película. 2 y 3. Alumnos de la escuela de Bekoji.)
Dedicado al padre de Teferi y también a mi padre.

Esta mañana pasábamos con el coche cerca de Arat Kilo cuando he reconocido a los lejos el chándal tricolor de Wami Biratu. Nos ha bastado sólo un instante para comprobar que, una semana más, Wami sigue en plena forma. Caminaba hacia el sur, a unos cinco kilómetros de su casa. Quién sabe si se está preparando para la Great Ethiopian Run, que es dentro de poco. Desde que ocurrió lo del Estadio Nacional –que los atletas fueron ovacionados y que Wami se esfumó poco después – Teferi y yo hemos visitado al mítico corredor dos veces más, grabando en un casete algunas historias fascinantes.

El jueves pasado decidimos que era el momento de regresar a Bekoji, en busca de anécdotas y personas que pertenecen a la historia olvidada del atletismo. Cerca del Estadio de Addis, cogimos al vuelo un autobús que nos llevó hasta Nazret. En la caótica estación de Nazret decenas de adolescentes nos abordaron al salir del autobús: “¿Harar?” “¿Addis Abeba?” “¿Assela? Do you go to Assela?” Entonces nos conducen de la mano hasta el autobús de Assela. Los asientos son incómodos y te clavas todos los hierros de la estructura. Teferi me dice: “Preguntaste por mi padre el otro día en mi boda.” Y le respondo que sí. Teferi vivía en el campo con su padre, su madre y sus hermanos. Hace un par de años, su padre comenzó a olvidarse de las palabras y los nombres de las personas. Pronto su vocabulario se extinguió casi por completo y sólo decía incoherencias. En el hospital psiquiátrico de Addis Abeba le diagnosticaron Alzehimer. Teferi y su familia se trasladaron a las afueras de Addis, cerca del Hotel Crown, para poder trabajar y sobrevivir. Teferi consiguió un curro en la Radio Nacional Etíope porque estudió periodismo. Cuando al poco tiempo su padre abandonó el hospital psiquiátrico decidieron que viviría en el campo, al cuidado de su hijo pequeño. Un día, hace unos cinco meses, el padre de Teferi salió corriendo de casa. Un vecino dijo haberle visto trotando por los prados, alejándose más y más. Y desde ese día no regresa. Teferi le ha buscado durante más de dos meses por todos los pueblos de alrededor sin dar con él. Piensan que puede estar muerto en una de las innumerables zanjas del monte. Le dije a Teferi que es mejor pensar que quizá haya empezado una nueva vida, en un viaje extraordinario que le esté llevando por las Tierras Altas y por los pueblos inhóspitos donde la gente es amable y atenta con los viejos que deambulan.

En Etiopía, los autobuses arrancan sólo cuando todos los asientos están vendidos. Así que te pueden ocurrir dos cosas: o que esperes durante más de una hora sin que el autobús se mueva un ápice, o que tengas que pelearte por un asiento, persiguiendo por el recinto de la estación al hombre que vende los tiques entre una marabunta humana. Al llegar a Bekoji, el entrenador Sintayu Eshetu está esperándonos desde hace más de una hora, pues nos ha ocurrido lo primero.

Durante los tres días siguientes, Sintayu nos presenta a un sin fin de personajes que nos cuentan historias apasionantes: un carpintero que en el pasado fue campeón de Etiopía o un viejo borracho que batió a Miruts Yifter en Assela, el mismo año que Yifter ganaba dos medallas de oro en Moscú. También había una niña que siempre corría con un vestido largo. Era la mejor en la escuela de primaria de Bekoji. Cuando llegaron los campeonatos regionales, Sintayu le pidió que, por favor, compitiera con la ropa deportiva. Pero la niña tenía miedo a que su madre enfureciera por vestirse con prendas de chico. Entonces apareció en la pista de los campeonatos regionales con el uniforme de Bekoji, pero debajo de él aún conservaba el vestido que le cubría las piernas. También ganó esa carrera. Unos años más tarde, la misma niña – que se consagraba como atleta en un club de Addis Abeba – apareció en la pista de Barcelona, esta vez ataviada con los colores del equipo nacional de Etiopía. Esa noche, ganó la medalla de oro de los 10.000 metros. Se convertía así en la primera atleta africana que alcanzaba la gloria en unos Juegos Olímpicos. Se llamaba Derartu Tulu.

Sintayu nos conduce a la pensión que ha abierto Kenenisa Bekele y que regenta su hermano mayor Tanrat, y dormimos allí, tras sufrir durante una noche los encantos de un agujero de ratas que algunos se atreven a llamar hotel. Las pulgas me devoraron y ni siquiera había agua corriente para tirar de la cadena. Sintayu nos presenta a su equipo de atletismo: más de cien chicos y chicas forman grupos por edades y suben y bajan las pendientes de un bosque de eucaliptos que termina en un riachuelo. Después hablamos con la madre de Derartu Tulu y con el padre de la mega estrella mundial Kenenisa Bekele, que vive en una casa modesta junto al mercado.

Y así hasta el domingo. A las ocho de la mañana volvemos a la estación de autobuses y, tras pelearnos durante más de una hora por un asiento, decidimos trazar un nuevo plan; alquilaremos un autobús para nosotros solos y cinco viejos enfermos que necesitan llegar temprano al hospital de Assela. De las cocheras emerge un turbopropulsor que sólo se usa en ocasiones especiales, una especie de autobús galáctico como el que aparece en tus sueños. Un hombre grita satisfecho: “¡eso es lo que habéis alquilado!”. Y nos deslizamos a toda velocidad por el camino de cabras y barro. En ese momento adelantamos al convoy que había salido media hora antes y cuyo conductor había ignorado nuestras súplicas vendiendo los tiques a sus amigos, familiares y politicuchos corruptos. Y Teferi clava los ojos en ese conductor que se queda atrás, sonríe y, en voz baja, por la ventanilla dice: “ahí te quedas, cabrón, contempla el poder del dinero”.

martes, 2 de septiembre de 2008

Kenenisa vuelve. Wami se esfuma.





(Fotos: 1. Una espontánea. 2. Estadio Nacional. 3. Wami Biratu observa la llegada de los atletas.)

Mi teléfono suena a las seis de la mañana. Es miércoles y el sol pasa a través de las cortinas rojas. “¡Miguel!” – dice una voz excitada – “el vuelo se ha retrasado, llegarán sobre las diez”. Cuelgo y vuelvo a dormirme. A los quince minutos suena el despertador. 6,15 AM. Ahora que el vuelo se ha retrasado, este madrugón no tiene ningún sentido. Cierro los ojos una vez más.

Son las nueve y media de la mañana y estoy en la oficina. Un fuerte chaparrón golpea las ventanas. “¿Teferi? ¿Han aterrizado ya?”. Nuevo retraso. Perdieron el vuelo de conexión en ¿Ámsterdam? ¿El Cairo? ¿Frankfurt?

- ¡Miguel! ¡Miguel! ¿Me oyes?
- Sí, ¿dónde estás ahora Teferi?
- Estoy en la puerta del Estadio Nacional. Wami Biratu está sentado en una piedra. Lleva aquí esperando desde las ocho de la mañana.
- ¿Wami? ¿En una piedra?
- ¡Sí! Se ha escapado de casa y ha venido al Estadio.
- ¿Sabe su hijo Jagenma que Wami está allí?
- ¡No! ¿No te estoy diciendo que se ha escapado de casa?
- ¿Y cómo ha llegado al Estadio Nacional?
- Dice que corriendo… pero yo sospecho que llegó en minibús.

Son las dos de la tarde y estoy en la puerta principal de Estadio Nacional. La multitud se agolpa en las diferentes entradas y la policía impone orden mediante ráfagas de palazos. Los que han desistido a luchar por un hueco en las gradas forman un pasillo humano desde la plaza Meskel hasta portón del Estadio. Un guardia de seguridad se acerca hasta mí y, sin mediar palabra, levanta el palo: “Out of the door!”. Sin inmutarme, mantengo mis ojos clavados a los suyos: “Spanish Embassy!”. Palabra mágica. El guardia cuchichea unos segundos con su superior hasta que el jefe eleva la voz: “Todo el mundo está invitado a esta fiesta.” La puerta de pinchos se abre y penetro en el interior del recinto donde me esperan hasta tres controles de seguridad para acceder a los palcos. Los pinchos vuelven a cerrarse y atrás quedan arremolinados cientos de personas que tratan de convencer a los guardias con todo tipo de argumentos y carnés variopintos. “Todo el mundo está invitado a esta fiesta”, dijo el oficial para referirse efectivamente a lo contrario.

El Estadio ruge y desfila una orquesta de músicos que parece traída del mismísimo Londres. Las sirenas de la policía comienzan a sonar fuera, acercándose. La ola de expectación se extiende como una mecha encendida que corre hacia nosotros. Entonces, a escasos seis metros de donde me encuentro, emerge del túnel un enorme ramo de flores y, justo detrás, la sonrisa eterna del gran Haile Gebrselassie. Y en fila india Kenenisa Bekele, Tirunesh Dibaba, Meseret Defar y el mítico Miruts Yifter, el hombre de los dos oros en Moscú, 1980.

Rodeados de un cordón policial, los más de 20 atletas recorren la pista del Estadio Nacional saludando en todas las direcciones. Entonces Wami Biratu decide que es la hora de condensar la historia del atletismo en un sólo punto. “¿A dónde vas, Wami?”, le pregunta un amigo viejo. “Voy a saludar uno por uno a los atletas como que me llamo Wami Biratu”. Escalón a escalón, Wami va descendiendo hasta llegar a la pista. Ahí están: Wami, el cordón policial, los atletas olímpicos. Maldita sea, esos embrutecidos del ejército van a hacer papilla a Wami Biratu. Un soldado le invita a regresar al graderío pero Wami trata de escabullirse. Ambos forcejean sin perder demasiado las formas. “¡Pero Hombre de Dios!” – grito – “¿¡No ves que es Wami Bitau?!”. Por fin Miruts Yifter recae en los esfuerzos del viejo corredor por acercarse a los jóvenes. Ahora Wami atraviesa el cordón policial y comienza a saludar a estos jóvenes que vienen de Pekín, uno a uno. Y efectivamente, la historia se condensa en el instante en que Wami Biratu – el padre del atletismo etíope – estrecha la mano de Kenenisa Bekele – el nuevo rey del atletismo mundial. El instante es extraño: la mirada de Kenenisa apenas se cruza con la de Wami y, como si jamás hubiese visto en toda su vida al viejo, como si renunciase a convertirse en un eslabón más de este extenso relato que comenzara allá en los años 50, Kenenisa, el introvertido, se olvida de Wami y, un segundo después del encuentro, ya posa tímidamente para los periodistas.

Wami atraviesa el cordón policial de vuelta y se volatiliza entre la multitud de las gradas. Al poco tiempo vuelve a emerger a unos metros de donde me encuentro y desaparece para siempre. “¿Has visto a un viejo salir del Estadio hace unos segundos?” – le digo al guarda de la puerta principal. “¿Te refieres a Wami Biratu? Se fue caminando hacia allí”. Preocupado por el viejo, recorro los alrededores del Estadio Nacional en su búsqueda.

- ¡Teferi! ¿Me oyes, Teferi?
- Sí, Miguel, ¿dónde estás?
- Estoy fuera del Estadio. Wami se ha esfumado.
- Dame 3 minutos para acabar la crónica de la radio y salgo.

Definitivamente, Wami ha desaparecido. Podría caerse en cualquier agujero porque su vista ya no es lo que era.