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(Fotos: 1. Futuros personajes de nuestra película. 2 y 3. Alumnos de la escuela de Bekoji.)
Dedicado al padre de Teferi y también a mi padre.
Esta mañana pasábamos con el coche cerca de Arat Kilo cuando he reconocido a los lejos el chándal tricolor de Wami Biratu. Nos ha bastado sólo un instante para comprobar que, una semana más, Wami sigue en plena forma. Caminaba hacia el sur, a unos cinco kilómetros de su casa. Quién sabe si se está preparando para la Great Ethiopian Run, que es dentro de poco. Desde que ocurrió lo del Estadio Nacional –que los atletas fueron ovacionados y que Wami se esfumó poco después – Teferi y yo hemos visitado al mítico corredor dos veces más, grabando en un casete algunas historias fascinantes.
El jueves pasado decidimos que era el momento de regresar a Bekoji, en busca de anécdotas y personas que pertenecen a la historia olvidada del atletismo. Cerca del Estadio de Addis, cogimos al vuelo un autobús que nos llevó hasta Nazret. En la caótica estación de Nazret decenas de adolescentes nos abordaron al salir del autobús: “¿Harar?” “¿Addis Abeba?” “¿Assela? Do you go to Assela?” Entonces nos conducen de la mano hasta el autobús de Assela. Los asientos son incómodos y te clavas todos los hierros de la estructura. Teferi me dice: “Preguntaste por mi padre el otro día en mi boda.” Y le respondo que sí. Teferi vivía en el campo con su padre, su madre y sus hermanos. Hace un par de años, su padre comenzó a olvidarse de las palabras y los nombres de las personas. Pronto su vocabulario se extinguió casi por completo y sólo decía incoherencias. En el hospital psiquiátrico de Addis Abeba le diagnosticaron Alzehimer. Teferi y su familia se trasladaron a las afueras de Addis, cerca del Hotel Crown, para poder trabajar y sobrevivir. Teferi consiguió un curro en la Radio Nacional Etíope porque estudió periodismo. Cuando al poco tiempo su padre abandonó el hospital psiquiátrico decidieron que viviría en el campo, al cuidado de su hijo pequeño. Un día, hace unos cinco meses, el padre de Teferi salió corriendo de casa. Un vecino dijo haberle visto trotando por los prados, alejándose más y más. Y desde ese día no regresa. Teferi le ha buscado durante más de dos meses por todos los pueblos de alrededor sin dar con él. Piensan que puede estar muerto en una de las innumerables zanjas del monte. Le dije a Teferi que es mejor pensar que quizá haya empezado una nueva vida, en un viaje extraordinario que le esté llevando por las Tierras Altas y por los pueblos inhóspitos donde la gente es amable y atenta con los viejos que deambulan.
En Etiopía, los autobuses arrancan sólo cuando todos los asientos están vendidos. Así que te pueden ocurrir dos cosas: o que esperes durante más de una hora sin que el autobús se mueva un ápice, o que tengas que pelearte por un asiento, persiguiendo por el recinto de la estación al hombre que vende los tiques entre una marabunta humana. Al llegar a Bekoji, el entrenador Sintayu Eshetu está esperándonos desde hace más de una hora, pues nos ha ocurrido lo primero.
Durante los tres días siguientes, Sintayu nos presenta a un sin fin de personajes que nos cuentan historias apasionantes: un carpintero que en el pasado fue campeón de Etiopía o un viejo borracho que batió a Miruts Yifter en Assela, el mismo año que Yifter ganaba dos medallas de oro en Moscú. También había una niña que siempre corría con un vestido largo. Era la mejor en la escuela de primaria de Bekoji. Cuando llegaron los campeonatos regionales, Sintayu le pidió que, por favor, compitiera con la ropa deportiva. Pero la niña tenía miedo a que su madre enfureciera por vestirse con prendas de chico. Entonces apareció en la pista de los campeonatos regionales con el uniforme de Bekoji, pero debajo de él aún conservaba el vestido que le cubría las piernas. También ganó esa carrera. Unos años más tarde, la misma niña – que se consagraba como atleta en un club de Addis Abeba – apareció en la pista de Barcelona, esta vez ataviada con los colores del equipo nacional de Etiopía. Esa noche, ganó la medalla de oro de los 10.000 metros. Se convertía así en la primera atleta africana que alcanzaba la gloria en unos Juegos Olímpicos. Se llamaba Derartu Tulu.
Sintayu nos conduce a la pensión que ha abierto Kenenisa Bekele y que regenta su hermano mayor Tanrat, y dormimos allí, tras sufrir durante una noche los encantos de un agujero de ratas que algunos se atreven a llamar hotel. Las pulgas me devoraron y ni siquiera había agua corriente para tirar de la cadena. Sintayu nos presenta a su equipo de atletismo: más de cien chicos y chicas forman grupos por edades y suben y bajan las pendientes de un bosque de eucaliptos que termina en un riachuelo. Después hablamos con la madre de Derartu Tulu y con el padre de la mega estrella mundial Kenenisa Bekele, que vive en una casa modesta junto al mercado.
Y así hasta el domingo. A las ocho de la mañana volvemos a la estación de autobuses y, tras pelearnos durante más de una hora por un asiento, decidimos trazar un nuevo plan; alquilaremos un autobús para nosotros solos y cinco viejos enfermos que necesitan llegar temprano al hospital de Assela. De las cocheras emerge un turbopropulsor que sólo se usa en ocasiones especiales, una especie de autobús galáctico como el que aparece en tus sueños. Un hombre grita satisfecho: “¡eso es lo que habéis alquilado!”. Y nos deslizamos a toda velocidad por el camino de cabras y barro. En ese momento adelantamos al convoy que había salido media hora antes y cuyo conductor había ignorado nuestras súplicas vendiendo los tiques a sus amigos, familiares y politicuchos corruptos. Y Teferi clava los ojos en ese conductor que se queda atrás, sonríe y, en voz baja, por la ventanilla dice: “ahí te quedas, cabrón, contempla el poder del dinero”.
Esta mañana pasábamos con el coche cerca de Arat Kilo cuando he reconocido a los lejos el chándal tricolor de Wami Biratu. Nos ha bastado sólo un instante para comprobar que, una semana más, Wami sigue en plena forma. Caminaba hacia el sur, a unos cinco kilómetros de su casa. Quién sabe si se está preparando para la Great Ethiopian Run, que es dentro de poco. Desde que ocurrió lo del Estadio Nacional –que los atletas fueron ovacionados y que Wami se esfumó poco después – Teferi y yo hemos visitado al mítico corredor dos veces más, grabando en un casete algunas historias fascinantes.
El jueves pasado decidimos que era el momento de regresar a Bekoji, en busca de anécdotas y personas que pertenecen a la historia olvidada del atletismo. Cerca del Estadio de Addis, cogimos al vuelo un autobús que nos llevó hasta Nazret. En la caótica estación de Nazret decenas de adolescentes nos abordaron al salir del autobús: “¿Harar?” “¿Addis Abeba?” “¿Assela? Do you go to Assela?” Entonces nos conducen de la mano hasta el autobús de Assela. Los asientos son incómodos y te clavas todos los hierros de la estructura. Teferi me dice: “Preguntaste por mi padre el otro día en mi boda.” Y le respondo que sí. Teferi vivía en el campo con su padre, su madre y sus hermanos. Hace un par de años, su padre comenzó a olvidarse de las palabras y los nombres de las personas. Pronto su vocabulario se extinguió casi por completo y sólo decía incoherencias. En el hospital psiquiátrico de Addis Abeba le diagnosticaron Alzehimer. Teferi y su familia se trasladaron a las afueras de Addis, cerca del Hotel Crown, para poder trabajar y sobrevivir. Teferi consiguió un curro en la Radio Nacional Etíope porque estudió periodismo. Cuando al poco tiempo su padre abandonó el hospital psiquiátrico decidieron que viviría en el campo, al cuidado de su hijo pequeño. Un día, hace unos cinco meses, el padre de Teferi salió corriendo de casa. Un vecino dijo haberle visto trotando por los prados, alejándose más y más. Y desde ese día no regresa. Teferi le ha buscado durante más de dos meses por todos los pueblos de alrededor sin dar con él. Piensan que puede estar muerto en una de las innumerables zanjas del monte. Le dije a Teferi que es mejor pensar que quizá haya empezado una nueva vida, en un viaje extraordinario que le esté llevando por las Tierras Altas y por los pueblos inhóspitos donde la gente es amable y atenta con los viejos que deambulan.
En Etiopía, los autobuses arrancan sólo cuando todos los asientos están vendidos. Así que te pueden ocurrir dos cosas: o que esperes durante más de una hora sin que el autobús se mueva un ápice, o que tengas que pelearte por un asiento, persiguiendo por el recinto de la estación al hombre que vende los tiques entre una marabunta humana. Al llegar a Bekoji, el entrenador Sintayu Eshetu está esperándonos desde hace más de una hora, pues nos ha ocurrido lo primero.
Durante los tres días siguientes, Sintayu nos presenta a un sin fin de personajes que nos cuentan historias apasionantes: un carpintero que en el pasado fue campeón de Etiopía o un viejo borracho que batió a Miruts Yifter en Assela, el mismo año que Yifter ganaba dos medallas de oro en Moscú. También había una niña que siempre corría con un vestido largo. Era la mejor en la escuela de primaria de Bekoji. Cuando llegaron los campeonatos regionales, Sintayu le pidió que, por favor, compitiera con la ropa deportiva. Pero la niña tenía miedo a que su madre enfureciera por vestirse con prendas de chico. Entonces apareció en la pista de los campeonatos regionales con el uniforme de Bekoji, pero debajo de él aún conservaba el vestido que le cubría las piernas. También ganó esa carrera. Unos años más tarde, la misma niña – que se consagraba como atleta en un club de Addis Abeba – apareció en la pista de Barcelona, esta vez ataviada con los colores del equipo nacional de Etiopía. Esa noche, ganó la medalla de oro de los 10.000 metros. Se convertía así en la primera atleta africana que alcanzaba la gloria en unos Juegos Olímpicos. Se llamaba Derartu Tulu.
Sintayu nos conduce a la pensión que ha abierto Kenenisa Bekele y que regenta su hermano mayor Tanrat, y dormimos allí, tras sufrir durante una noche los encantos de un agujero de ratas que algunos se atreven a llamar hotel. Las pulgas me devoraron y ni siquiera había agua corriente para tirar de la cadena. Sintayu nos presenta a su equipo de atletismo: más de cien chicos y chicas forman grupos por edades y suben y bajan las pendientes de un bosque de eucaliptos que termina en un riachuelo. Después hablamos con la madre de Derartu Tulu y con el padre de la mega estrella mundial Kenenisa Bekele, que vive en una casa modesta junto al mercado.
Y así hasta el domingo. A las ocho de la mañana volvemos a la estación de autobuses y, tras pelearnos durante más de una hora por un asiento, decidimos trazar un nuevo plan; alquilaremos un autobús para nosotros solos y cinco viejos enfermos que necesitan llegar temprano al hospital de Assela. De las cocheras emerge un turbopropulsor que sólo se usa en ocasiones especiales, una especie de autobús galáctico como el que aparece en tus sueños. Un hombre grita satisfecho: “¡eso es lo que habéis alquilado!”. Y nos deslizamos a toda velocidad por el camino de cabras y barro. En ese momento adelantamos al convoy que había salido media hora antes y cuyo conductor había ignorado nuestras súplicas vendiendo los tiques a sus amigos, familiares y politicuchos corruptos. Y Teferi clava los ojos en ese conductor que se queda atrás, sonríe y, en voz baja, por la ventanilla dice: “ahí te quedas, cabrón, contempla el poder del dinero”.