martes, 2 de septiembre de 2008

Kenenisa vuelve. Wami se esfuma.





(Fotos: 1. Una espontánea. 2. Estadio Nacional. 3. Wami Biratu observa la llegada de los atletas.)

Mi teléfono suena a las seis de la mañana. Es miércoles y el sol pasa a través de las cortinas rojas. “¡Miguel!” – dice una voz excitada – “el vuelo se ha retrasado, llegarán sobre las diez”. Cuelgo y vuelvo a dormirme. A los quince minutos suena el despertador. 6,15 AM. Ahora que el vuelo se ha retrasado, este madrugón no tiene ningún sentido. Cierro los ojos una vez más.

Son las nueve y media de la mañana y estoy en la oficina. Un fuerte chaparrón golpea las ventanas. “¿Teferi? ¿Han aterrizado ya?”. Nuevo retraso. Perdieron el vuelo de conexión en ¿Ámsterdam? ¿El Cairo? ¿Frankfurt?

- ¡Miguel! ¡Miguel! ¿Me oyes?
- Sí, ¿dónde estás ahora Teferi?
- Estoy en la puerta del Estadio Nacional. Wami Biratu está sentado en una piedra. Lleva aquí esperando desde las ocho de la mañana.
- ¿Wami? ¿En una piedra?
- ¡Sí! Se ha escapado de casa y ha venido al Estadio.
- ¿Sabe su hijo Jagenma que Wami está allí?
- ¡No! ¿No te estoy diciendo que se ha escapado de casa?
- ¿Y cómo ha llegado al Estadio Nacional?
- Dice que corriendo… pero yo sospecho que llegó en minibús.

Son las dos de la tarde y estoy en la puerta principal de Estadio Nacional. La multitud se agolpa en las diferentes entradas y la policía impone orden mediante ráfagas de palazos. Los que han desistido a luchar por un hueco en las gradas forman un pasillo humano desde la plaza Meskel hasta portón del Estadio. Un guardia de seguridad se acerca hasta mí y, sin mediar palabra, levanta el palo: “Out of the door!”. Sin inmutarme, mantengo mis ojos clavados a los suyos: “Spanish Embassy!”. Palabra mágica. El guardia cuchichea unos segundos con su superior hasta que el jefe eleva la voz: “Todo el mundo está invitado a esta fiesta.” La puerta de pinchos se abre y penetro en el interior del recinto donde me esperan hasta tres controles de seguridad para acceder a los palcos. Los pinchos vuelven a cerrarse y atrás quedan arremolinados cientos de personas que tratan de convencer a los guardias con todo tipo de argumentos y carnés variopintos. “Todo el mundo está invitado a esta fiesta”, dijo el oficial para referirse efectivamente a lo contrario.

El Estadio ruge y desfila una orquesta de músicos que parece traída del mismísimo Londres. Las sirenas de la policía comienzan a sonar fuera, acercándose. La ola de expectación se extiende como una mecha encendida que corre hacia nosotros. Entonces, a escasos seis metros de donde me encuentro, emerge del túnel un enorme ramo de flores y, justo detrás, la sonrisa eterna del gran Haile Gebrselassie. Y en fila india Kenenisa Bekele, Tirunesh Dibaba, Meseret Defar y el mítico Miruts Yifter, el hombre de los dos oros en Moscú, 1980.

Rodeados de un cordón policial, los más de 20 atletas recorren la pista del Estadio Nacional saludando en todas las direcciones. Entonces Wami Biratu decide que es la hora de condensar la historia del atletismo en un sólo punto. “¿A dónde vas, Wami?”, le pregunta un amigo viejo. “Voy a saludar uno por uno a los atletas como que me llamo Wami Biratu”. Escalón a escalón, Wami va descendiendo hasta llegar a la pista. Ahí están: Wami, el cordón policial, los atletas olímpicos. Maldita sea, esos embrutecidos del ejército van a hacer papilla a Wami Biratu. Un soldado le invita a regresar al graderío pero Wami trata de escabullirse. Ambos forcejean sin perder demasiado las formas. “¡Pero Hombre de Dios!” – grito – “¿¡No ves que es Wami Bitau?!”. Por fin Miruts Yifter recae en los esfuerzos del viejo corredor por acercarse a los jóvenes. Ahora Wami atraviesa el cordón policial y comienza a saludar a estos jóvenes que vienen de Pekín, uno a uno. Y efectivamente, la historia se condensa en el instante en que Wami Biratu – el padre del atletismo etíope – estrecha la mano de Kenenisa Bekele – el nuevo rey del atletismo mundial. El instante es extraño: la mirada de Kenenisa apenas se cruza con la de Wami y, como si jamás hubiese visto en toda su vida al viejo, como si renunciase a convertirse en un eslabón más de este extenso relato que comenzara allá en los años 50, Kenenisa, el introvertido, se olvida de Wami y, un segundo después del encuentro, ya posa tímidamente para los periodistas.

Wami atraviesa el cordón policial de vuelta y se volatiliza entre la multitud de las gradas. Al poco tiempo vuelve a emerger a unos metros de donde me encuentro y desaparece para siempre. “¿Has visto a un viejo salir del Estadio hace unos segundos?” – le digo al guarda de la puerta principal. “¿Te refieres a Wami Biratu? Se fue caminando hacia allí”. Preocupado por el viejo, recorro los alrededores del Estadio Nacional en su búsqueda.

- ¡Teferi! ¿Me oyes, Teferi?
- Sí, Miguel, ¿dónde estás?
- Estoy fuera del Estadio. Wami se ha esfumado.
- Dame 3 minutos para acabar la crónica de la radio y salgo.

Definitivamente, Wami ha desaparecido. Podría caerse en cualquier agujero porque su vista ya no es lo que era.

2 comentarios:

grande@grandegraphix.com dijo...

Hola Miguel!

Enhorabuena tío! La historia me parece flipante.
Te he mandado un correo a caosdestruccion, que me pasó Nacho de HolyCobra para comentarte una cosita. Gracias y Animo!

lavanda dijo...

Miguel: estoy en vilo¿llegó Wami bien a su casa? Siento que ya es de nuestra familia. Tu cuentas las cosas de tal manera que resultan emocionantes. Besazos